BUENOS AIRES (ANP) El gran triunfo histórico de los unitarios fue haber convencido a la posteridad de que ellos fueron los federales.
Cuesta entender desde una perspectiva desapasionada que se haya erigido como máximo exponente del federalismo del siglo XIX a un latifundista bonaerense que se negó sistemáticamente a organizar política e institucionalmente al país durante más de dos décadas, al punto de calificar a la Constitución como un «cuadernito», que más allá de una efímera ley de Aduanas no hizo el menor esfuerzo por impulsar el desarrollo de lo que hoy llamaríamos «economías regionales» y que sojuzgó a sangre y fuego todo intento de autonomía provincial.
Y en vistas a la celebración de hoy, tampoco es comprensible que se insista en presentar como un acto de defensa de la soberanía (¿cuál, la argentina o la bonaerense?) a lo que constituyó ni más ni menos que la defensa del monopolio del puerto de Buenos Aires. Porque en el cúmulo de confusiones sobre el rol de Juan Manuel de Rosas, habrá que destacar que el caudillo “federal” acaparaba toda la renta del comercio exterior a través del único punto habilitado para exportar e importar. Un esquema similar al de los tiempos del colonialismo español, con la diferencia que con Rosas la metrópoli era Buenos Aires y él era el rey.
El argumento de que la libre navegación de los ríos interiores era un avasallamiento de la soberanía fogoneado por británicos y franceses no resiste el menor análisis. ¿Acaso el río de la Plata es menos “interno” que el Paraná o Uruguay? ¿Se puede, nada menos que en nombre del federalismo, impedirle a Corrientes la utilización de su puerto para comerciar con otros países, sin tener que pasar por el filtro de Buenos Aires? Muchas de estas preguntas se formulaban en los tiempos de Rosas y no fue casual que la resistencia al estanciero bonaerense tuviera su epicentro en la provincia del Litoral. Berón de Astrada lo pagó con su vida (en manos de un Urquiza que supo ser rosista en sus inicios) y Pedro Ferré con una inexplicable marginación en la historiografía oficial.
Volvamos por un momento a la Argentina de la actualidad y pensemos cómo sería el país si la prohibición de la navegación de los ríos interiores hubiera prosperado. ¿Existiría Rosario? Sin el complejo ferroportuario por el que hoy pasa el grueso del comercio exterior nacional, posiblemente no pasaría de ser una pequeña localidad.
Por una mezcla de pereza y deshonestidad intelectual, amén de la costumbre de clasificar la realidad con pares maniqueos, se repite hasta el cansancio que en el siglo XIX la lucha política se circunscribió a sólo dos bandos, los unitarios y los federales. Los innumerables conflictos entre federales porteños y federales del interior no parecen ser suficientes para salir de ese encasillamiento. Otros historiadores que prefirieron romper el molde, como Milcíades Peña y Silvio Frondizi, se inclinaron por identificar a tres sectores: los unitarios, que propugnaban por un gobierno centralizado, sin autonomías provinciales y partidarios del librecambio; los federales del interior, a favor de un gobierno nacional que reconociera las autonomías provinciales e impulsores de la protección de las incipientes industrias locales.
Los terceros en discordia eran los federales porteños o bonaerenses. Coincidían con los otros federales en cuanto al respeto de las autonomías provinciales, pero su defensa del librecambio los acercaba más a los unitarios. La distinción ayuda a comprender cabalmente a la oligarquía ganadera bonaerense. El librecambio erigía a sus estancias y saladeros en el puntal de la economía nacional (si se pudiera hablar de “Nación” en un país sin organización institucional) y consolidar un esquema consistente en exportar cuero, cebo y tasajo a cambio de todos los productos manufacturados que aportara el Imperio Británico. Y el supuesto federalismo los salvaba de tener que compartir esa renta con los otros trece “ranchos” que no paraban de languidecer. Con ese análisis queda en evidencia la obstinación de Rosas por no querer ceder un ápice del monopolio portuario.
En una Argentina en la que la reflexión sucumbe ante el recitado de consignas, apartarse de la dicotomía “unitarios-federales” incomoda a historiadores de los dos bandos, más propensos a mostrarlos como enemigos irreconciliables, a pesar de la existencia de más de una evidencia en contrario.
La primera y más obvia es el reacomodamiento de la política bonaerense después de la caída de Rosas. No hubo que esperar demasiado para que los ex rosistas y los ex unitarios confluyeran en el Partido Autonomista de Valentín Alsina e impulsaran la secesión del estado más poderoso de la Confederación.
Otro hecho al que no se le presta la debida atención es el rol de Manuel José García. Como representante de Bernardino Rivadavia, es justamente criticado por los federales por su gestión posterior a la Guerra contra el Brasil, en la que entregó sin condiciones la Banda Oriental. Pero los mismos críticos no dicen una palabra sobre la decisión de Rosas que, después de semejante defección, nombró al mismo García como su ministro de Hacienda. O que designara a Carlos María de Alvear como su embajador ante los Estados Unidos, pese a haber encarnado uno de los más sólidos antecedentes del unitarismo como Director Supremo. Demasiados puntos en común como para ser pasados por alto.
Sin reparar en esas consideraciones, no hay forma de comprender el Combate de la Vuelta de Obligado. No se trató de una defensa de la soberanía de una nación que en los hechos no existía, ni de un freno al imperialismo británico, que después del enfrentamiento siguió comerciando con el puerto de Buenos Aires. Tampoco fue una defensa del federalismo del Interior, cuya escasa producción destinada a la exportación de ultramar tuvo que seguir pasando por el filtro porteño, que siguió concentrando la renta del comercio exterior.
La confusión se prolonga hasta nuestros días y va más allá del aprovechamiento del descanso de un feriado. Hoy, el engaño se ha despersonalizado y ya no depende de la figura de un caudillo ganadero. Por el contrario, está institucionalizado en la reforma constitucional de 1994 y en la concentración del diseño de la política tributaria y en la recaudación impositiva en cabeza del poder central. La Nación recauda tres de cada cuatro pesos y hace más de ochenta años que las finanzas de todas las provincias dependen de las transferencias que se realizan desde el Banco Nación, en la esquina de Rivadavia y 25 de Mayo, a metros del despacho presidencial.
Y como hace 177 años, el lobo unitario se impone bajo la piel del cordero federal.
(*) Esta nota fue publicada en Nuevas Palabras en 2018